Cuando llegó la Ertzaintza no tuvo que llamar a la puerta. Estaba abierta. Eran las seis de la mañana y Bahir les vio venir, en la oscuridad. Desde que empezó el confinamiento, salía a correr nada más levantarse, a las cinco. Subía por la carretera de Ulía, hasta el colector de aguas del Añarbe, a oscuras, por una carretera sin tráfico, con cuestas, en las que practicaba cambios de ritmo. Amanecía el martes 31 de marzo y esa noche había dormido solo en el caserío abandonado que compartía con su hermano mayor.
Se paró en seco y aprovechando la oscuridad, volvió sobre sus pasos, salió de la carretera y se ocultó en una curva, detrás de un árbol de gran alzada y voluminoso tronco, que ofrecía una vista privilegiada del caserío. Si volvía en ese momento, le iban a pillar con droga. Aunque estaba escondida, era fácil de encontrar. Parecía evidente que habían cazado a su hermano y él tenía que librarse como fuera.
Sabía que Hamza estaba trapicheando a pequeña escala y un par de veces, a comienzo de curso, le había hecho de recadista, dejando caer unas bolsitas en un punto concreto del parque de María Cristina, mientras corría por allí. Su hermano, sentado en un banco, indicaba al cliente dónde podía recoger la droga que había cobrado previamente. La segunda vez, nada más dejar caer la bolsita, sólo unos metros más adelante, se cruzó con una pareja de municipales y le entró tal miedo que estuvo a punto de caer mareado. Le dijo a Hamza que era la última vez y no había vuelto a hacerlo.
Sabía que Hamza estaba trapicheando a pequeña escala y un par de veces, a comienzo de curso, le había hecho de recadista, dejando caer unas bolsitas en un punto concreto del parque de María Cristina, mientras corría por allí. Su hermano, sentado en un banco, indicaba al cliente dónde podía recoger la droga que había cobrado previamente. La segunda vez, nada más dejar caer la bolsita, sólo unos metros más adelante, se cruzó con una pareja de municipales y le entró tal miedo que estuvo a punto de caer mareado. Le dijo a Hamza que era la última vez y no había vuelto a hacerlo.
Bahir tenía 17 años y había nacido en Taghramt, cerca de Ceuta. Con 5 años, habían emigrado a Francia y se instalaron en Burdeos, donde sus padres abrieron una frutería cerca de la Gare de Saint Jean, en la que les ayudaban sus dos hijos. Su vida transcurría entra la escuela y la frutería. Fue entonces cuando empezó a practicar el atletismo y a destacar en las competiciones escolares.
Todos los años, en verano, volvían a Taghramt. Hacían el viaje en coche. En 2015, su hermano mayor, Hamza, no quiso acompañarles y se quedó en Irun, donde tenían familia. En una curva del desfiladero de Pancorbo, su coche, un viejo Peugeot 504, se salió de la carretera, volcó y sus padres murieron en el acto. Bahir tenía 12 años y ya no volvió a Burdeos.
Tras pasar unos meses en Irun, su hermano Hanza, que había empezado a trabajar en la construcción, se trasladó a un viejo caserío en la carretera de Ulía, que fueron acondicionado entre los dos. Bahir se matriculó en la escuela pública de Zuhaizti. Sabía hablar castellano, que aprendió de pequeño, hablaba perfectamente árabe y francés y antes de fin de curso se defendía mejor que bien en euskera. Siempre fue un buen estudiante, especialmente en ciencias, y no le costó nada adaptarse a una cuidad más pequeña y no menos atractiva de Burdeos.
Cinco años después, estaba en segundo de Bachiller, tenía un buen expediente y a nada que afinara en la selectividad, estaba seguro de conseguir la nota suficiente para estudiar medicina. Y si, como decían, no había selectividad, mejor, porque estaba entre las mejores notas medias del Instituto Zubiri-Manteo. Lo sabía por Asier, su profesor de matemáticas y triatleta, que le animó a federarse en su club, el Atlético San Sebastián. Como buen magrebí, se había decantado por el medio fondo. Esta temporada, había corrido los 800 metros en 2:00:02 y los 1.500 metros en 4:00.04.
Todos los años, en verano, volvían a Taghramt. Hacían el viaje en coche. En 2015, su hermano mayor, Hamza, no quiso acompañarles y se quedó en Irun, donde tenían familia. En una curva del desfiladero de Pancorbo, su coche, un viejo Peugeot 504, se salió de la carretera, volcó y sus padres murieron en el acto. Bahir tenía 12 años y ya no volvió a Burdeos.
Tras pasar unos meses en Irun, su hermano Hanza, que había empezado a trabajar en la construcción, se trasladó a un viejo caserío en la carretera de Ulía, que fueron acondicionado entre los dos. Bahir se matriculó en la escuela pública de Zuhaizti. Sabía hablar castellano, que aprendió de pequeño, hablaba perfectamente árabe y francés y antes de fin de curso se defendía mejor que bien en euskera. Siempre fue un buen estudiante, especialmente en ciencias, y no le costó nada adaptarse a una cuidad más pequeña y no menos atractiva de Burdeos.
Cinco años después, estaba en segundo de Bachiller, tenía un buen expediente y a nada que afinara en la selectividad, estaba seguro de conseguir la nota suficiente para estudiar medicina. Y si, como decían, no había selectividad, mejor, porque estaba entre las mejores notas medias del Instituto Zubiri-Manteo. Lo sabía por Asier, su profesor de matemáticas y triatleta, que le animó a federarse en su club, el Atlético San Sebastián. Como buen magrebí, se había decantado por el medio fondo. Esta temporada, había corrido los 800 metros en 2:00:02 y los 1.500 metros en 4:00.04.
Era una madrugada húmeda, estaba empapado de sudor y cubierto por un pantalón corto y una simple camiseta. Empezó a sentir frío. Volvió a la carretera, corrió un kilómetro hacia arriba y se paró en el albergue, que estaba cerrado. Siempre salía a correr con el teléfono y desde allí le llamó. Eran las 6:30 de la mañana y sabía que estaría despierto, porque a esa hora le solía corregir los deberes que le iba mandando desde que cerraron el Instituto. Al primer tono, escuchó la voz de Asier.
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