La nueva normalidad que estamos empezando a vivir me ha permitido volver a encontrarme con un amigo con el que mínimamente una vez al mes me tomo un café. Aunque es mayor que yo, sigue trabajando. Es un profesional que tienen su despacho nada más cruzar el puente de Santa Catalina, ya en el barrio de Gros. He tenido suerte y he podido cruzarlo sin hacer uso del paraguas. Ha sido una situación extraña porque habrán pasado más de tres meses, igual hasta cuatro, sin que atravesara ese puente.
Desde que podemos salir a correr a la calle, lo he cruzado muchos días a lo ancho, por la orilla de Gros, pero hoy es la primera vez que pasaba de una orilla de la desembocadura del Urumea a la otra. No he ido mucho más allá.
También ha sido la primera vez, desde antes del 14 de marzo, que entraba en un bar. Eran las once de la mañana y habría media docena de clientes, bien repartidos por el local y manteniendo los dos metros preceptivos de distancia entre ellos. Mi amigo y yo nos hemos sentado en una mesa. Hemos echado de menos las dos onzas de chocolate negro que nos solía dar el barman con el café y que compartíamos del mismo plato. Cuestiones de higiene y prevención, supongo.
Si bien mantenemos una comunicación fluida por teléfono o por whatsapp, son estos cafés, que duran una hora, los que nos permiten arreglar el mundo, poner a parir a los políticos, cotillear de la familia y amigos, recordar los viejos tiempos, cuando éramos árbitros de fútbol y tomarnos el poco pelo que tenemos, aunque él no parece darse por enterado y reviste su calvicie con mucho más arte y sobriedad que Anasagasti.
Por cierto que hoy no hemos hablado de fútbol, pese a que La Liga vuelve el jueves. No creo que pueda esperar un mes sin volver a cruzar el puente. Y la próxima vez a ver si me animo con el abrazo que tanto me apetece darle.
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