viernes, 8 de mayo de 2020

Aquí no hay quien viva

Su aspecto monjil se desvanecía en cuanto abría la boca. Era deslenguada, faltona, grosera, insidiosa y difamadora. Se había quedado dormida en el sofá, donde había pasado la noche, tras salir a las diez con el perro pulgoso con el que vivía en un piso de más de doscientos metros cuadrados, que más parecía un almacén.

Enemiga de la ducha, su uniforme habitual, blusa blanca, falda gris por debajo de la rodilla, jersey azul marino y medias del mismo color, estaban adheridas a su piel, por encima de la ropa interior que a duras penas sujetaba sus partes más íntimas. 

Se despertó al sentir a los vecinos del piso de abajo, una especie de comuna de estudiantes que cuando coincidían con ella en el portal tiraban por las escaleras hasta el cuarto piso para evitar subir con María Eugenia y con sus pestilentes efluvios en el ascensor. Eran cuatro, tres chicos y una chica, la más descarada de todos, y los cuatro tenían bici. En cuanto se despistaba, subían la bici por el estrecho ascensor, contraviniendo el acuerdo tomado por la comunidad de vecinos el año pasado, cuando a ella le correspondió la presidencia.

Al enterarse de que la vecina de abajo era médico y trabajaba en la Residencia, ella misma había pegado en el ascensor y en el portal sendas notas invitándola a abandonar el piso, no fuera a contagiar el coronavirus a toda la vecindad. El mismo texto se lo había remitido al administrador de la comunidad, con que el se llevaba a matar, y al propietario de la vivienda, sin obtener respuesta más allá de la retirada de las notas y el apoyo del resto de los vecinos a la chica. ¡Cómo podía ser médico semejante marimacho que convivía con tres chicos! A saber lo que pasaba justo debajo de su casa.

Oyó como subía con la bici y los ruidos que fue haciendo nada más llegar. Escuchó el sonido de la ducha y una conversación en la cocina. Sólo faltaba el violinista. Tenía un palo de casi tres metros en uno de cuyos extremos había pegado una esponja. Con la herramienta en la mano, abrió la ventana de la cocina, que daba al patio, y golpeó los cristales del piso de abajo, a la vez que empezaba una perorata que, como de costumbre, no obtuvo respuesta de ninguno de sus vecinos. 

Desesperada, desayunó, atravesó el pasillo esquivando muebles, lámparas, cuadros, sillas y cajas de cartón, llegó a su habitación, se desnudó, pasó por el baño para desaguar, se puso el camisón sudado de la noche anterior, bajó las persianas, y tomó una pastilla para dormir.

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