Sigo sorprendido -y preocupado- con la docilidad con la que muchas personas, de toda edad y condición, siguen asumiendo la tesis más restrictivas y cediendo espacios de libertad personal.
Desde ayer es obligatorio el uso de mascarillas en espacios cerrados y en la calle, siempre que no se pueda garantizar una distancia física de separación, cuyo estándar parece ser de dos metros.
Hasta ayer, no he usado mascarilla. No me consta ninguna evidencia científica de sus posibles beneficios. El propio Fernando Simón -leído entre líneas- parece bastante escéptico respecto de su eficacia fuera de un uso profesional. Sí me consta que, al utilizarla, respiro con dificultad. Sí me consta que respiro parte del aire que acabo de expirar. Sí me consta que se me empañan las gafas. ¿Sigo con los inconvenientes?
A pesar de eso, desde ayer, llevo una mascarilla que me pongo cuando entro en algún sitio cerrado -básicamente cuando hago alguna compra que no sea al aire libre- y me quito cuando voy por la calle. En ningún momento he sentido que no podía guardar la distancia física recomendada y por las torvas miradas que percibo en los guardianes de la ortodoxia mascarillera, huyo de ellos como de la peste.
La estrategia del miedo que han utilizado el Gobierno de España y el Gobierno Vasco, con la mayoría de los medios de comunicación de palmeros, está dando sus frutos. Tenemos un importante sector de la población que está literalmente acojonado de contagiarse del infame Covid19, aunque las evidencias demuestren que, en las actuales circunstancias, siguiendo las reglas básicas de higiene y distancia física, ese contagio es harto improbable. Apuesto a que con el poco tráfico que hay, es más probable sufrir un atropello... o un esguince mientras caminamos.
Mientras estoy en la cola de la panadería, en la calle, escucho conversaciones de personas escandalizadas por la afluencia a las playas, inexplicablemente restringida, cuando sí que hay evidencias científicas del efecto benéfico de los rayos ultravioleta.
Si cada uno de nosotros repasa los momentos de riesgo, mínimo, casi microscópico, pero riesgo al fin y al cabo, no saldría de casa. Incluso, dentro de casa, se encerraría en una burbuja. Y es imposible vivir en una burbuja ¿verdad?
Pongamos un solo ejemplo: la panadería. Todos los días compro el pan en la panadería de Elena, un cielo de mujer. Por ahí, a diario, pasamos cientos de personas. Elena lleva su mascarilla, su pantalla, sus guantes... Con esos guantes coge el pan, lo mete en una bolsa de papel y nos lo da. Con esos guante recoge el dinero que le damos (yo procuro darle lo justo: 1,40€ los días de labor y 1,45€ los días festivos). Y con esos mismos guantes nos da las vueltas. No sigo ¿verdad?
Escuché ayer a un médico americano decir que no podemos esterilizar el universo. Ni el más ortodoxo cumplidor de las normas que nos ponen está libre de contagiarse, aunque sea una posibilidad entre un millón, también puede él o ella puede caer.
Yo prefiero hacer las cosas con naturalidad: limpiarme frecuentemente las manos, huir de las concentraciones de muchas personas, especialmente de las más pusilánimes; y poco más. Igual mi probabilidad de contagio se multiplica, exagerando mucho ¿por cien?. Vale, tendría una posibilidad entre diez mil. La asumo
Ahora que parece que hay que leer a diario el B.O.E . y el B.O.P.V., yo prefiero leer un buen libro o ver una buena película.
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