jueves, 7 de mayo de 2020

Una pizarra, un violín y unos cartones de huevos

Las paredes de su habitación estaban forradas cartones de huevos. Era un cuarto pequeño, de apenas 2x4 metros, que daba a un patio interior. Lo había insonorizado así, en precario,  para poder practicar con el violín sin molestar a los vecinos y a sus compañeros. Iker era el más manitas de los cuatro y había hecho él mismo la decoración de las paredes, adhiriendo los cartones de huevos a una fina rejilla de nylon, tensada contra la pared con listones de madera clavados en los contornos verticales y horizontales de la habitación. Era una instalación fácil de desmontar y poco agresiva con unas paredes que habían conocido épocas de mayor esplendor.

El piso, un cuarto, en una casa de más de cien años, era algo más de la mitad el original, que ocupaba toda la planta y que se dividió en la década de los sesenta del siglo pasado, al fallecimiento de sus moradores originales, unos señores de Madrid, que veraneaban en San Sebastián. Tenía 120 metros cuadrados, repartidos en una cocina, dos baños, cuatro habitaciones y un salón comedor. La habitación que ocupaba Iker era la más pequeña de todas. Al momento de la construcción, era el cuarto del servicio, junto al que había un pequeño baño, que se conservaba casi igual que entonces, salvo la sustitución de la pequeña bañera original por un viejo plato de ducha rescatado de los escombros de alguna obra.

Iker era, después de Inés, el que más tiempo llevaba en el piso. Natural de Bergara, había estudiado Filosofía en la facultad de Educación, Filosofía y Antropología de la UPV, a la vez que continuaba con el violín en Musikene y con la natación en la piscina de Anoeta. Aunque siempre fue un estudiante y practicante brillante y aplicado, no tenía el talento suficiente para vivir de la música o del deporte y, tras hacer un máster CAP (Certificado de Aptitud Pedagógica), llevaba dos años dando clases de filosofía a alumnos de primero de bachiller en el Instituto Zubiri-Manteo de Donostia. 

Se decantó por la filosofía tras leer, cuando tenía 15 años, El mundo de Sofía, una novela sobre la historia de la Filosofía, escrita por Jostein Gaarder, que fue un best seller mundial a mediados de los años noventa del siglo pasado. Empezaba con una frase enigmática, que le perseguía desde entonces, doce años después: '... al fin y al cabo, algo tuvo que surgir en algún momento de donde no había nada de nada...'

Qué difícil era conectar, a través de la filosofía, con chicos y chicas de dieciséis y diecisiete años, tan distintos de cómo se recordaba él con esa edad. O quizá no eran tan distintos.

Y qué difícil era la vida sin poder nadar. Desde el jueves 13 de marzo no había podido hacerlo, ni en la piscina, ni en el mar. Eran ya 19 días de sequía. Como sus compañeros de piso, había tenido que sucumbir a la bici, en el rodillo, y a las tablas de ejercicios que le mantenían ocupado por las tardes. 

Por las mañanas, seguía con sus clases a distancia, que estaban teniendo mucho más éxito que las presenciales. Con el fondo de los cartones de huevos, había improvisado una pizarra, que rescató del trastero del Instituto antes de que lo cerraran. Bueno, había rescatado dos. La otra se la dejó a Asier, que como profe de matemáticas tenía una puesta en escena mucho más sobria. En todas las clases introducía una breve pieza y para hoy, 1 de abril, había pensado en la romanza para violín nº 2 de Beethoven. ¿Qué mejor para hablar de Lutero?

Se había levantado pronto, como de costumbre, y estaba preparando la clase, cuando sintió la llegada de Inés y todo el protocolo que seguía desde que vivían, como el resto de la población, confinados por la pandemia de Covid19.

Se había acostado más tarde de lo normal porque se quedó con Asier viendo Sexo, mentiras y cintas de vídeo, una peli de 1989, en la que descubría a una espléndida Andie MacDowell, muy distinta de cómo la recordaba en Cuatro bodas y un funeral, y con un extraordinario parecido con Inés, en el que nunca habían reparado.

Mientras Inés iba al cuarto de baño grande y Asier andaba por la cocina, siguió preparando la clase. Se pondría una camisa blanca, inmaculada y entallada, que destacaba sus negros cabellos y permitía adivinar los firmes pectorales fruto de más de veinte años de natación.

Abriría la clase con esta cita de Martin Lutero: 'El pensamiento está libre de impuestos.'

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