miércoles, 8 de marzo de 2017

Dos amonas

Foto Félix Sánchez Arrazola
Lucían camisetas de un blanco inmaculado, con una leyenda que no pude leer. Sus pelos cenicientos y su trote pausado delataban una edad en la que correr es casi una hazaña. Iban al final de un pelotón que apenas llevaba recorridos 400 ó 500 metros, que tardó más de ocho minutos en pasar por el cruce en el que estaba yo, parando el tráfico que venía de la Avenida de la Libertad, a la altura de la calle Hernani. 

En ese punto, las corredoras giraban a su derecha, en dirección al hotel de Londres, pero las dos amonas con camiseta blanca giraron a su izquierda, tomaron la acera de la Avenida y siguieron andando. En su cara creí adivinar una sonrisa pícara de complicidad y me puse a imaginar qué harían a continuación.

Pensé que era la primera vez que salían, animadas por sus hijas o sus nietas, a las que acompañaron esos pocos metros. Al llegar al cruce con la Avenida, dejaron a su prole y se fueron a desayunar, por ejemplo, a Barrenetxe, en la Plaza Gipuzkoa. Después de desayunar tranquilamente, salieron en dirección al Boulevard por la calle Legazpi o por la calle Oquendo, esperaron a sus hijas y/o sus nietas y entraron con ellas en la meta, agarradas de la mano y con una sonrisa de oreja a oreja, después de correr la Lilatón. 

Algo más, mucho más que una carrera.




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