Porto do Son |
La ocasión lo merecía y
no podía llegar a la cita con Iria hecho polvo, después de ocho horas de bici, mal duchado y peor alimentado. No
tenía dinero, pero sí una tarjeta con la que sacarlo de cualquier cajero. Y
llevaba el móvil. El casco urbano más cercano era el de Porto do Son, del que
le separaban cinco kilómetros, que hizo en bici. Allí buscó un cajero, sacó
trescientos euros y buscó un taxi. Para cuando completó esas operaciones, ya
eran las seis y media de la tarde.
Se acercó al taxista,
que dormitaba en un viejo Mercedes y le puso mala cara a la vista de su aspecto
e impedimenta: sudoroso, con casco, vestido de ciclista y cargando con una
bici. Mario se apresuró a enseñarle el dinero y le dijo el destino: el número 2
de la Rua Real de Pontevedra. Consiguió con ello que la mueca de desagrado del
taxista tornara en un gesto grave, cargado de interés. Con la parsimonia de los años, salió del
coche, abrió el maletero, ayudó a Mario a acomodar su bici, sacó una vieja
manta y la dispuso en el asiento trasero para evitar que el sudor impregnara la
tapicería. También sacó un pulverizador con el que regó la manta sobre la que
se sentó y recostó Mario.
- Le costará doscientos euros -le dijo,
mientras arrancaba el coche con suavidad.
Rual Real y plaza del Teucro |
Ya en la autovía, Mario
marcó el número de su madre, Lucía, con la que seguía viviendo, aunque gozaba
de la independencia que le daba una casa estrecha de tres pisos, de los que él
ocupaba el tercero, dotado de una habitación con su baño y un estudio, en el
que se había montado un mini-gimnasio. En la planta baja, su madre había puesto
la consulta de dietética y nutrición, de la que vivía holgadamente, con una
clientela cada vez mayor a medida que el fast
food iba desplazando a la comida casera. En el primer piso tenían el salón
y la cocina y el segundo era una especia de loft en miniatura, donde reinaba su
madre.
- ¡Hola! Lucía –nunca la llamó mamá, porque a
ella no le gustaba- Quería saber si ibas a estar en casa.
-¡Hola! Mario ¿de dónde me llamas?
¿necesitas algo?
- Voy camino a casa. Llegaré sobre las ocho
y me gustaría ducharme y cenar algo antes de salir.
- ¿No estabas de vacaciones en bici por esos
caminos de Dios? -lo de los ‘caminos de Dios’ lo dijo con retintín, por aquello
de que su hijo era católico practicante.
- Estaba. Me ha llamado el abuelo para que
mañana vuelva al tajo y este noche tengo una cita a las diez a la que tengo que ir bien
cenado y mejor arreglado.
- ¿Qué cita más rara, no? Bueno, ya me
contarás lo que quieras contarme. Te puedo preparar una ensalada y mientras te
duchas te freiré unos jureles fresquísimos que he comprado esta mañana en el
Mercado.
- Muy bien, Lucía, siempre serás mi reina.
Un beso muy grande. -y colgó sin esperar respuesta y retrasando el
interrogatorio al que, inevitablemente, le sometería su madre en cuanto llegara a
casa.
Lucía, la hija de Don Ramón Foz, tenía cuarenta y siete
años y seguía siendo una de las mujeres más guapas de Pontevedra. Apenas se
maquillaba, vestía con sencillez y no usaba perfumes, pero su presencia
impregnaba cualquier lugar en el que estuviera presente. Terminó la carrera de
medicina, pero nunca ejerció, decantándose por el campo de la dietética y la
nutrición, en el que trabajaba desde el nacimiento de Mario, en 1992. Nunca quiso saber quién fue su padre, porque
cualquiera pudo serlo en aquel año loco que ella se pasó viajando por Europa,
sin más capital que su espléndido cuerpo.
Iglesia de la Peregrina |
Nunca renegó de esa
etapa de su vida y nunca quiso rehacerla con ninguna pareja, pese al empeño de
su padre y al ‘qué dirán’ de la alta burguesía gallega, que inmediatamente la
marcó como una oveja negra. Sin embargo, era tal su magnetismo que poco a poco
salió adelante y se fue haciendo con una clientela y un prestigio profesional
que eran la envidia de sus antiguas amigas del Colegio de las Acacias. Compró y restauró
la vieja casa donde vivía, en el centro histórico de Pontevedra. Y sacó
adelante a su hijo sin recurrir nunca a la ayuda económica de su padre. Con lo
que contó siempre fue con su buen criterio, su consejo, su paciencia y, sobre
todo, con la devoción que sentía por su nieto, Mario, correspondida por éste
con un respeto y una admiración que difícilmente hubiera podido profesar a su
incógnito padre.
Y ahora Mario tenía una
cita. No era la primera, pero algo le decía su tono de voz de que era la más
importante.
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