El pasado domingo, diver-sos
medios se hicieron eco de una iniciativa del PSC que proponía
derribar o retirar, según otras versio-nes, una estatua de Jordi Pujol en Premiá
de Dalt, localidad de diez mil habi-tantes, ubicada en la comarca del Maresme a
veinte kilómetros de Barce-lona, gobernada por CiU. El mismo día, se decía que la
familia Pujol acumula un patrimonio superior a los 1.800 millones de euros.
Los que hemos visto con
escepticismo las estatuas ecuestres de Franco, las de Lenin, Stalin o Sadam
Hussein, vemos con la misma falta de entusiasmo las que se erigen en vida a
políticos como Jordi Pujol, cuya imagen estaba omnipresente, tanto en lugares
públicos como en los hogares de muchos catalanes.
No sé cuántos habrán descolgado
de la pared de su casa el cuadro con la foto del que durante 23 años presidiera
la Generalitat de Catalunya, después de su confesión de haber defraudado al
fisco y las investigaciones abiertas respecto de las actividades de su familia.
Lo que creo es que deberíamos ser muy cuidadosos antes de elevar a los altares –en
este caso, a los pedestales- a personajes públicos antes de que el juicio de la
historia, una vez que han dejado este mundo, les reconozca de todo lo bueno que
hayan hecho y les absuelva de todas las faltas que como humanos que son hayan
podido cometer.
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